miércoles, 27 de enero de 2010

El Filtro de la calle

Por Chano Castaño







   Salir a la calle es uno de los hechos cotidianos que se repite con más frecuencia en nuestra vida. Cualquier punto de la ciudad exige una movilidad. Es verdad que hay gente que no tiene una casa, o un paradero fijo en alguna calle. Aquellos que sí la poseen lo único que aseguran es una estación de reposo (que a su vez únicamente garantiza otra movilidad, pero esta vez de producción).  Tendríamos que mirar qué pasa con los desplazados, con los inmigrantes de paso, con los turistas, con los artistas invitados. Algo tendrían que decir. Por ejemplo yo tuve ayer una elucubración que me paralizó del terror. Un filtro macabro que cambió mi rumbo.
   Bajo las escaleras de mi casa. El trabajo me espera a 109 cuadras, un transmilenio estrangulará mis venas y podré ser víctima del hampa. Antes de llegar al portón del edificio percibo un hombre pesado, con radio y pistola, gorra y botas, uniforme, gafas negras, placa. No es un policía. Se identifica como un agente de la Seguridad Social del barrio y me explica su labor: requisar a la gente antes de que pise la calle, por si llevan droga, armas, bombas, equipos de comunicaciones, cartas de amor, un libro, el recibo del agua, una foto.
   Su impostura me provoca unas arcadas con sabor ácido. Antes de que me ponga una mano en la chaqueta le digo Rata, Falso, Perro sin madre, !Ladrón¡, y salgo corriendo otra vez hacia mi apartamento. Llego y me encierro. Me ha seguido, escucho las botas, el proveedor entrando al arma. Pide refuerzos y llegan veloces. Son tres más, y creo que son más grandes, putos y cachiporros que el primero. Me piden que negociemos y les abro la puerta. Buscan y rebuscan lo que no sé; tiran las cobijas sobre el fantasma de mis sueños de media noche, olfatean las botellas que en vigilia de vacío esperan.
   Me dejo requisar finalmente, todavía sin comprender el absurdo al que me enfrentaba. En la calle la gente habla y se queja de esta nueva medida; y efectivamente los camiones con algunos presos mañaneros ya vigilan, además de haber un guardia en cada puerta, buscando entre telas lo que condene a cualquiera. A usted, a mí, a los que están cerca de usted en otra habitación. Al llegar al trabajo volvieron a requisarme y volví a insultarlos. La jornada se fue al ritmo de un reloj en el que han regado café. Pensé en el almuerzo. Iría al Square Puck a invitar la chica de mi oficina con la que salgo, Poli, pero tengan en cuenta que sólo dije iría. 
   Nunca salimos de la oficina. Al tratar de poner un pié en la calle nos detienen. Otra requisa, los insulto con ganas por tercera vez, y el de mayor rango no me la pasa, me dice que al camión de los presos, y entonces mis compañeros, Poli y el Gordo, se alebrestan, y también alegan los de otras oficinas y pelean junto a mí los del aseo, el guardia, un senior de mercadeo y algún inversionista de publicidad. Me dan con la macana. Sangre, babas, gritos. Cuatro disparos. Cae Pacho, el joven del aseo que estaba más grosero, el cliente de BBHP, una rubia guapa--que con un tiro en el cuello no se ve tan guapa--, y Poli. Mi Poli, esa dulce perla blanca mexicana. Mi furia se la cobro al que le dispara, porque le quito el arma y lo fusilo. El Gordo también le ha quitado la pistola a uno de los guardas, y en tándem con otra gente intentamos salir del edificio. Abajo nos esperan más, entonces decidimos irnos por el alcantarillado. Bajamos a un nivel del edificio que ellos no conocen. Salimos a una estación subterránea donde hay una oficina, adentro un Mac, un teléfono y un obeso tras un escritorio. Se sorprende al vernos y más cuando nos ve armados y con miedo. Le explicamos y entiende sin problema, no hace preguntas, luego nos indica una parte oscura de la estación que se alumbra de repente, y hay cascos, chalecos, equipos de buzo. Nos lleva a un piso más subterráneo de la estación que huele a pez y nos enseña tres motos acuáticas en las que podremos salir. Nos subimos. Yo estoy llorando por Poli, pero trato de relajarme y conducir este aparato sin morir. Avanzamos por un túnel grueso y lleno de agua hasta salir a un río contaminado en las orillas y pulcro en el centro. Creemos estar afuera de la ciudad, pero como una carnada perfecta hemos desembocado en el centro de la metrópoli. Este es el río Navarry, y ya los guardas nos ven y nos disparan. El gordo cae primero, yo me tiro al agua a nadar y entro a un tubo que desembocará en alguna parte. Llevo el traje de buzo, y alcanzo lento la entrada a una tubería que me lleve a una alcantarilla. Al estar cerca un guarda buzo me detiene y me pide identificación y requisa. Le digo con señas que limpio las cañerías y me cree, pero me pide algo que no sé bien qué es. Supongo se trata de un certificado. El tipo me empuja y me dice que me devuelva, que no puedo entrar, y yo siento sobre mi cuerpo y veo con mis ojos hundidos el agua discreta y densa.
   Nado hacia atrás y subo rápido a la superficie. Mi corazón se estalla. Unas burbujas rodean mi última libertad.